Lucian Freud, el pintor de la carne

Nieto de Sigmund, a quien se resistió a leer, Lucian Freud fue a la vez un solitario de mal genio, un tanto libertino y el pintor más afamado y cotizado en vida. Desde el realismo expresionista y con pincelazos algo brutales pintó a famosos, modelos, reinas, gordas y a sus hijas desnudas, causando escándalo.

Dejó impresas en las retinas del siglo XX una obra perturbadora e intensa que desafió todos los cánones y lo llevó a convertirse en uno de los pintores más célebres en vida, uno de los pocos capaces de hacer saltar las cotizaciones de las subastas más exclusivas cada vez que uno de sus lienzos hacían su aparición espectacular en el mercado del arte contemporáneo. Fue un provocador y un libertino, famoso por su mal genio juvenil y por su aire encantador y enigmático cuando la edad comenzó a hacer estragos en su cuerpo.

Bohemio, misántropo y hasta un pelín melancólico, a juzgar por lo que transmiten sus obras, Lucian Freud no llegó a la cumbre de la pintura occidental por ser el nieto de su abuelo Sigmund, el inventor del psicoanálisis, ni por sus excesos y excentricidades, sino por haber interpretado como nadie el fragor de los cuerpos desnudos, a contrapelo de las tendencias más abstractas que marcaron su época.

A los 88 años, murió en el Soho de Londres, el barrio que fue su bunker durante la mayor parte de su vida, en julio de 2011. Quedan sus célebres retratos de personajes tan disímiles como la reina Isabel II de Inglaterra o la modelo Kate Moss, sus muchas mujeres y sus más de veinte hijos fruto de una vida de leyenda que no distingue la frontera entre el mito y la realidad.

Lucian había nacido en Berlín el 8 de diciembre de 1922 en el seno de una familia que lo dice todo sólo con su apellido. Su abuelo Sigmund se encontraba en la cúspide de su carrera y su fuerte personalidad provocaba avalanchas de talento entre su propia descendencia. Hijo de Ernst, arquitecto e hijo menor de Sigmund, tenía apenas once años en 1933 cuando su familia, de origen judío, se vio obligada a dejar Alemania ante la llega de Adolf Hitler al poder. Los Freud se trasladaron a Londres, país que lo acogería hasta el punto de hacerlo ciudadano en 1939 y que sería su tierra hasta el final.

De la guerra a Picasso

Poco aficionado a la disciplina de las escuelas, después de una corta temporada en la East Anglian School of Painting terminó por alistarse en 1941 en la Marina de Guerra, en pleno conflicto mundial. Pero la aventura duró poco. Sólo llegó a realizar un viaje al Mar del Norte antes de arrojar la toalla: no le había dado miedo el enemigo sino sus propios compañeros, anticipando una personalidad difícil de conciliar con el resto de los humanos. Al concluir la guerra en 1947 pasó seis meses en París y conoció a quien habría de ser uno de sus inseparables amigos, el pintor Francis Bacon, cuya deriva estética también compartiría.

Seducido por el surrealismo conoce en la posguerra a Pablo Picasso, con quien llega a realizar breves trabajos en conjunto. De esos primeros tiempos se recuerdan sus extraños retratos en los que se superponen personas y plantas de un modo casi imposible, y en los que desafía toda interpretación académica. El más célebre de sus cuadros durante ese periodo es sin dudas Bananas, de 1953, en el que muestra los frutos que crecían en un jardín bautizado Goldeneye,  propiedad del ex agente secreto inglés Ian Fleming, que mientras aloja a Freud escribe su primera novela, Casino Royale, comienzo de la saga de James Bond.

Ya por ese entonces la tradición familiar le pesa y se resiste a leer a su abuelo, una decisión que mantendrá hasta la muerte. Lucian recordaba a Sigmund como “un señor comprensivo y muy divertido”, no quería verse influido por sus escritos y se mofaba de los críticos que emparentaban su obra al autor de La interpretación de los sueños. Sólo reconoció haber leído una vez Manía y humor con la esperanza de reencontrarse con los viejos chistes que contaba el abuelo.

Freud y Fleming se detestaban, pero convivieron bajo el mismo techo gracias a la amistad (¿y algo más?) que Lucian tenía con Ann, la esposa del ex espía.

Ya por ese entonces la tradición familiar le pesa y se resiste a leer a su abuelo, una decisión que mantendrá hasta la muerte. Lucian recordaba a Sigmund como “un señor comprensivo y muy divertido”, no quería verse influido por sus escritos y se mofaba de los críticos que emparentaban su obra al autor de La interpretación de los sueños. Sólo reconoció haber leído una vez Manía y humor con la esperanza de reencontrarse con los viejos chistes que contaba el abuelo.

En carne y tela

“Quiero que mi pintura funcione como carne. Para mí, la pintura es la persona. Que ejerce sobre mi mismo un idéntico efecto que la carne”, se explicó años después cuando le preguntaron sobre su abandono del surrealismo y su pase con pinceles y dientes al realismo expresionista, un estilo que habría de compartir con su amigo Bacon, pero que en él se pondría de manifiesto de un modo más sereno y con menos desbordes estéticos.

Casado en 1948 con Kathleen Garman Epstein, a la que pintó como habría de pintar después a todas sus mujeres, tuvo con ella dos hijas a las que también pintó, para escándalo de los puritanos ingleses, desnudas cuando ya eran más que bellas señoritas, “con voluptuoso amor-odio de padre”, en palabras del escritor argentino Rodrigo Fresán. Pero Kathleen sólo fue la primera de una larga lista, ya que la pasión de Freud por las mujeres era tan fuerte como la que sentía por la pintura y, tal vez, por las carreras de caballos, una afición que según la leyenda llegó a costarle hasta un millón de libras esterlinas en una sola tarde.

Tal vez porque se sentía un paseante solitario en un mundo al que se esforzaba por penetrar con su mirada –la primera palabra que pronunció en su vida, según contó, había sido “solo”-, nunca pudo mantener relaciones demasiado estables. Sus múltiples divorcios y aventuras con mujeres cuya edad disminuía a medida que aumentaba la suya propia, le dejaron 28 hijos (al menos esa era la cuenta según el periodista Enric González hasta 2005), muchos de ellos ni siquiera reconocidos y algunos a los que la leyenda dice que apenas si llegó a conocer o trató con poca disimulada distancia.

Su mal carácter era antológico, aunque sus amigos dicen que con la edad se le fue dulcificando hasta transformarlo en un anciano apacible durante sus últimos días. Quedan para la leyenda sus malos momentos con la prensa, a la que concedió muy pocas entrevistas o su agria disputa con la familia cuando quiso pintar a su posesiva madre Lucie Brasch, a la que ya había retratado en múltiples ocasiones, un día después de su muerte.

Las modelos que pasaron por su estudio también lo recuerdan agrio. Su obsesión por captar la perfección de la piel lo llevaba a someterlas a extenuantes sesiones de ocho horas diarias y en un caso, mientras pintaba una de sus obras cumbres La familia Pearce, tardó tanto que al final tuvo que corregir las posiciones de sus modelos para hacer sitio a un niño nuevo que había nacido durante el proceso.

Su técnica desafiaba todo análisis. Adicto a los pinceles de pelo de marta o cerda, que le permitían regodearse en los detalles más nimios y elaborar a la vez sugerentes trazos gruesos, sus telas hacían gala al final de un grosor considerable, lo que contribuía aún más a darles esa carnalidad que tanto las distingue.

“Si un pintor tomó realmente de su modelo todo lo que tenía que tomar, ninguna persona puede ser retratada dos veces” escribió cuando ya estaba en la cúspide de su fama. Defensor a ultranza de la realidad tal cual es, definía su trabajo como “puramente autobiográfico. Es sobre mi y mi entorno. Sobre mi esperanza, mi memoria, mi sensualidad y mi compromiso. Trabajo con gente que me interesa y que me importa, en habitaciones que conozco ( ). Nunca pondría en un cuadro algo que no estuvo frente a mí. Eso sería una mentira sin sentido, un mero truco de destreza, puro artificio”.

La consagración

Es difícil encontrar en la historia de la pintura contemporánea una subida tan perfecta a las cumbres como la suya. Su reconocimiento internacional comenzó en la Bienal de Venecia de 1954 en la que el Reino Unido presentó tres jóvenes artistas destinados a sacudir el paisaje de la pintura de la segunda mitad del siglo XX: dos de ellos venían precedidos de una cierta fama –Francis Bacon y Ben Nicholson-, el otro era Lucian Freud. En esos tiempos todavía se podía percibir en su obra la fuerte influencia de Giacometti o Picasso, aunque su alma alemana comenzaba a asomar en las telas y anunciaba ya el realismo que vendría.

Pero fue en los años ochenta cuando le llegó la consagración definitiva. Una retrospectiva suya cuidadosamente preparada recorrió Washington, París, Londres, Berlín, ayudando a transformarlo en el pintor vivo mejor pagado. El récord lo alcanzó en 2008 cuando su célebre “Supervisora de ganancias durmiendo” fue adquirido en una subasta de la casa Christie´s de Nueva York por el empresario ruso Román Abramovich por la friolera de 33,6 millones de dólares. Sus cuadros, en los que es frecuente encontrar a los retratados junto a sus mascotas, comenzaron a verse en todos los rincones del mundo.

Junto con la fama llegó el mito y los retratos a personajes célebres, algunos de los cuales levantaron ampollas en la opinión pública inglesa, siempre ávida de morbosidades y rarezas. El mayor escándalo lo protagonizó cuando vio la luz el minúsculo retrato que realizó de la reina Isabel II –tan pequeño que tuvo que agrandarlo dos centímetros para que cupiera la corona-. Mientras que a los ingleses les pareció ofensivo, a la reina le gustó tanto que lo compró para que formara parte de su colección privada.

Para que se concretara fueron necesarios muchos años de trabajo y largas sesiones de pose. Los críticos vieron en el atormentado rostro de la soberana los rastros que habían dejado la muerte de Lady Di y los múltiples disgustos que le habían propinado con el correr de los años sus herederos. 

El morbo aumentó cuando Lucian retrató a la modelo Kate Moss embarazada, una obra por la que se llegó a pagar casi diez millones de dólares. El brigadier, retrato del general Andrew Parker Bowles, el padre de Camila, la segunda mujer del príncipe Carlos, está considerado una de sus obras maestras.

En 1988 dejó que la periodista de la BBC Jake Auerdack se metiera en su intimidad para realizar uno de los retratos más emotivos que existen del artista. En uno de los tantos momentos mágicos que tiene la cinta, Freud mira a los espectadores y exclama: “Trato de pensar lo menos posible en las personas que miran mis cuadros. Me basta y sobra con que mis cuadros los miren a ellos”. Cualquiera que se tope con alguna de sus obras en un museo comprenderá cuánta verdad encierran sus palabras.

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