Por Javier Gutiérrez Ruvalcaba
En 1961, meses antes de su suicidio, Ernest Hemingway tenía entre sus planes acudir a Pamplona para estar en los sanfermínes y en la Feria del Toro, que darían inició el 6 de julio. Ya hacía dos años que los había presenciado por última vez.
Llamó personalmente para cancelar su reserva en el Hotel La Perla, donde gustaba hospedarse en sus últimas visitas. A última hora decidió no solo no asistir, sino exhalar su último suspiro a tan solo cinco días del chupinazo con el que iniciarían los festejos.
Era el 2 de julio y centellaban los primeros rayos del alba cuando, vestido únicamente con una sencilla bata, la «túnica del emperador», como él la llamaba, sigilosamente se dirigió a su armario para escoger su escopeta favorita. Se regresó a la sala de su casa, en Ketchum, Idaho, al lado de la mesa donde encontraron unas entradas para la principal feria de Pamplona. Con parsimonia se colocó el cañón del arma entre su boca, al momento se le apareció en su mente un último pensamiento, exhaló, inhaló y jaló del gatillo.
Los motivos de su suicidio se desconocen, las dudas y las especulaciones siguen en el aire. Para la familia fue «accidente», pero quienes lo conocían aseguraron que su inestabilidad emocional fue la causante de la tragedia, derivada de un alcoholismo crónico y quizá también su hemocromatosis hereditaria, así como los traumas familiares, como ser obligado por su madre de vestirse como niña y provenir de una familia de suicidas, entre ellos su padre.
Entre las ironías del hecho, encontramos que quien fuera corresponsal de guerra condenaba el suicidio por considerarlo un acto de cobardía.
El escritor cubano Leonardo Padura tiene la seguridad que su cercana colaboración con la Agencia Federal de Investigación e Inteligencia de los Estados Unidos (FBI, por sus siglas en inglés) lo tenía en un estado de alteración demencial, pues pasó de informante a investigado. Se sabe que el autor de ‘El viejo y el mar’ informaba sobre las actividades de los falangistas españoles y de los simpatizantes nazis en Cuba y colaboraba en las operaciones de búsqueda de los submarinos alemanes, así como en localizar donde y quienes suministraban el combustible de estos para navegar en el Caribe.
Debido a que la Agencia consideró de poco valor los informes, la relación con el ganador del Nobel de Literatura en 1954 solamente se mantuvo por siete meses, para luego él ser el vigilado. Hemingway denunció varias veces ser hostigado por los agentes federales, pero el haber estado en una clínica psiquiátrica por esos días y haber recibido electrochoques por sus varios intentos de suicidio minimizaron la acusación.
Basta revisar las más de ciento veinte páginas del Expediente Hemingway, quince de las cuales están censuradas y cuarenta manchadas con tinta negra, las cuales están a la vista del público desde los años ochenta, gracias a una petición de la Ley de Libertad de Información, realizada por Jeffrey Myers, entonces académico de la Universidad de Colorado, lo que acrecentó las dudas del probable suicidio por inestabilidad emocional y pensar más que el acoso gubernamental tuvo que ver.
Cuentan, que poco tiempo después de su fallecimiento, Mary Welsh, quien fuera su esposa quemó cientos de papeles que se encontraban en su casa de la Habana, Cuba, la cual había sido abandonada abruptamente un año antes de su muerte.
Si revisamos el ensayo denominado «Ernest Hemingway: A psychological autopsy of a suicide«, escrito por el psiquiatra Christopher D. Martin encontraremos que, para el estudioso de la mente, el autor de ‘Adiós a las armas’ estaba destinado a morir por sus propias manos, ya que poseía una conducta bipolar, autodestructiva y con daño cerebral severo, según ya dejaba ver en su trabajo literario y en la correspondencia emitida.
Así fue reportada la muerte por Gabriel García Márquez, a quien como periodista se le encomendó la nota del trágico suceso: «El escritor de 62 años, que en la pasada primavera estuvo dos veces en el hospital tratándose una enfermedad de viejo, fue hallado muerto en su habitación con la cabeza destrozada por una bala de escopeta de matar tigres. En favor de la hipótesis de suicidio hay un argumento técnico: su experiencia en el manejo de las armas descarta la posibilidad de un accidente.
“En contra, hay un solo argumento literario: Hemingway no parecía pertenecer a la raza de los hombres que se suicidan. En sus cuentos y novelas, el suicidio era una cobardía, y sus personajes eran heroicos solamente en función de su temeridad y su valor físico. Pero, de todos modos, el enigma de la muerte de Hemingway es puramente circunstancial, porque esta vez las cosas ocurrieron al derecho: el escritor murió como el más corriente de sus personajes, y principalmente para sus propios personajes».
En lo que en definitiva no existe duda alguna es que gracias a su novela ‘The Sun alsoRises‘ (‘Fiesta’ para sus editores en castellano) la pamplonada se universalizó.
En 1923, siendo Hemingway todavía un veinteañero, el ‘Toronto Star‘ le encargó un reportaje sobre el encierro más famoso del mundo. Así inició una serie de doce reportajes breves, siendo la corrida de toros del 13 de julio la que mayormente lo impresionó, la cual plasmó en su escrito del 23 de octubre de ese año.
Un par de años después, retornó para volver a escribir con mayor detalle sobre la adrenalina que se produce en dichos festejos, animado por su gran amiga Gertrude Stein, pero ahora para quedar asentado en el libro que le diera fama universal a los festejos de San Fermín, la ya comentada novela ‘Fiesta’. Entre las anécdotas de esa visita, se recuerda que presenció el retorno a los ruedos del diestro Juan Belmonte.
El libro vio la luz en octubre de 1926 y fue lanzado por la editorial neoyorquina Charles Scribner’s Sons, el suceso marcó un antes y un después de los festejos de Pamplona. De inmediato se enamoró de esa tierra navarra que la describió como muy galana: «Pamplona es una elegante ciudad situada en una meseta entre las montañas de Navarra. La mejor tierra que jamás haya visto».