Humana, demasiada humana: la literatura de Cristina Rivera Garza

Cristina Rivera Garza, la intelectual a tiempo completo, desde la vuelta de la página mostraba algunas lágrimas. Hoy ha ganado el Pulitzer, como antes había ganado el Premio Xavier Villaurrutia por la misma novela. Nosotros, entonces, volvimos a leerla otra vez, desde la punta del círculo, porque nada es más humano que sus textos.

Ciudad de México, 6 de mayo (MaremotoM).- Cristina Rivera Garza escribe mucho. Hace ya más de 24 años que una novela, un ensayo, una crónica, determinan su expresión al mundo, en un debate siempre explosivo y al mismo tiempo dinámico, como para escribir otro texto que explique el anterior: un círculo gigante que va uniendo y desuniendo las palabras, en una comunidad maravillosa.

Decir comunidad es también referirse a otro escritor mexicano, Juan Pablo Villalobos, cuando dice que la literatura es coral o plantea un discurso colectivo. Decir escribir otro libro en un círculo imperfecto pero abarcador es recordar a al escritor argentino Adolfo Bioy Casares que testimoniaba aquello de que un buen autor es quien exhorta a los alumnos o a los lectores a escribir.

No conozco mucho a Cristina. Tal vez tiene la culpa de que Claudia Guillén me odie, porque en un cumpleaños de ella seguí su receta de tomar oporto con gin y si yo soy insoportable fresca, no se imaginan bebida. A veces he sumado un poquito la confianza que existe entre nosotras para pedirle una entrevista que los jefes de prensa me negaban, pero no mucho más.

Sin embargo, hoy que ha recibido el Premio Pulitzer lo he sentido como esa comprobación que a veces necesitamos los periodistas: es una de las mejores escritoras mexicanas. Y es un poco amiga mía. Pensé en ella, en Enrique Serna, en Álvaro Enrigue, en Rosa Beltrán, como ese conjunto de narradores tan interesantes como prolíficos, que siempre hacen que me levante de la silla y baile, como lo pedía Nietzsche, en una expresión de la vida sin ataduras: la danza como la manifestación subliminal.

Alejandra Pizarnik
Los muertos traían una nota con versos de Alejandra Pizarnik Foto: Cortesía

Cristina, que no es amiga mía, pero que en una cola de aeropuerto ella se pararía, me daría un beso y preguntaría cómo estoy, tiene un libro que es un pretexto para danzar hasta el amanecer: La muerte me da (Tusquets). Una novela híbrida, como todas las de ellas, pero que reconstruye el género de la novela policial.

Hace referencia a las mujeres asesinadas de Ciudad Juárez, que se contrapone a los crímenes de hombres jóvenes de clase media, cuyos cadáveres aparecían con una nota con versos de Alejandra Pizarnik, poeta argentina que se suicidó un 25 de septiembre de 1972 cuando contaba 36 años.

Dice María José Furió en su reseña para el Instituto Cervantes: “Rivera Garza escribe un policiaco subvirtiendo o invirtiendo los tópicos del género negro, empezando por la feminización de los protagonistas. Así, el primer cuerpo —“cuídate de mí, amor mío / cuídate de la silenciosa en el desierto / de la viajera con el vaso vacío / y de la sombra de su sombra”, versos escritos con lápiz de labios en una pared— es hallado por una mujer que se llama como la autora y que, como Cristina Rivera Garza, imparte literatura en la universidad y es especialista en Pizarnik”.

“Al denunciar el hallazgo, se convierte en la Informante, tal vez en sospechosa y da pie a una investigación que queda en manos de la Detective del Departamento de Investigación de Homicidios, personaje tenaz y con una significativa vocación de fracaso. Otro personaje femenino central es la apocada Periodista de la Nota Roja (página de Sucesos), que asegura querer escribir un libro sobre el caso de los Hombres Castrados e introduce una nota enigmática en la narración. Valerio, ayudante de la Detective y el amante de la Sonrisa Iluminada, son los perfiles masculinos. Su aportación no es racionalista o científica sino sensual e intuitiva. Todos ellos son descritos fragmentariamente, sus propios cuerpos parecen porciones elocuentes de un todo que resulta inconexo al chocar contra el enigma de los asesinatos. La castración feminiza a la víctima, como la propia designación de “víctima”, insiste en decir la narradora”.

Esos juegos que van dando un libro contra otro libro y al mismo tiempo junta ciertos volúmenes que serán quemados por el establishment, son los apuntes de una marioneta por la que nos negamos a ser catalogadas de insanas.

Julio Cortázar
Julio Cortázar y su 62 modelo para armar. Foto: Cortesía

En ese sentido, Cristina Rivera Garza se me antoja tan parecida en su literatura a Julio Cortázar (que tampoco era amigo mío, pero como si lo fuera), uno de cuyos libros, 62 Modelo para armar, se me hace tan envolvente. Como si al leerlo, me pusiera una túnica blanca y a partir de ella viera los fantasmas de la Condesa Sangrante, en un relato único, extraordinario, hasta que sé que esa era la novela que quería escribir Pizarnik, que se la contó a Julio (su mejor amigo).

“En un trabajo que rastrea y profundiza en la relación entre La condesa sangrienta, de Alejandra Pizarnik (1965) y 62/Modelo para armar, Silvia Scarafía y Elisa Molina entienden que “la perversión a la que remite un mismo personaje histórico (Erzébet Báthory) constituye eso que se sustrae a la comprensión, que excede infinitamente el nombre que intenta asir su —por decirlo de algún modo— naturaleza. En ambas obras aparece un espejo que abre en sus contextos respectivos un espacio de significación central, pues cada una refleja imágenes de la opaca realidad que proyectan”, dice en su ensayo Sergio G. Colautti.

Yo, que entiendo a la literatura como la expresión para hacer amigos, los imagino a Cristina, a Alejandra, a Julio, tomando martinis con oporto y gin, peleándose con la dueña de la fiesta, quien con dientes de vampiro no deja escuchar “aquella canción”.

Cristina Rivera Garza
Cristina Rivera Garza ingresa a El Colegio Nacional. Foto: Cortesía

CRISTINA EN EL MAL DE LA TAIGA

En una especie de juegos del hambre sin vencedores ni vencidos, la escritora de Matamoros desafía al lector con El mal de la taiga. La novela es un tratado misterioso sobre el desamor y la soledad, esas pulsiones abismales que nos mandan a un rincón del ring existencial sin guantes ni escafandras.

Nadie puede decir que Cristina Rivera Garza, nacida en 1964 en Matamoros, Tamaulipas, un sitio al que considera con el derecho de quien lo ama el más feo del mundo, no es una de nuestras escritoras más experimentales y arriesgadas.

Al frente de una prolífica obra sin concesiones, ubicándose con una voluntad de hierro cada vez más fuera de lo que dicta el mercado, ha conseguido los mayores premios a los que una autora mexicana pueda aspirar y, lo que es mejor, una gran masa de lectores que sigue con atención cada uno de sus pasos en las redes sociales.

En El mal de la taiga, abandona Rivera Garza su territorio más críptico para narrar, en lo que cabe, una historia lineal que no por ello evita sus obsesiones en torno al lenguaje, sobre-todo-sus-obsesiones-en-torno-al-lenguaje.

El bosque y el hambre, los dos motores clave de un periplo de una mujer-fantasma que parece buscar sin importar las consecuencias un tipo de felicidad.

La fuerza del hambre es, como sabemos y muchas veces queremos ignorar, devastadora e impredecible.

Cristina Rivera Garza
Cristina Rivera Garza recibiendo el Premio Xavier Villaurrutia. Foto: Cortesía

En el medio, una detective que acepta sus fracasos con un estoicismo casi virtuoso, nos obliga a repensar nuestro ser social, nuestra voluntad solitaria que es derrotada a menudo por la necesidad que tenemos siempre y a pesar de los demás. Y otra vez, la autora a subvertir los géneros. Como una Kate Winslet mucho más flaca, aunque igual de sufridora, pasea por Mare of Easttown, en busca del asesino.

“Un libro es una cosa viva. Lo que siempre estuvo desde el inicio fue el bosque y una trayectoria a través del bosque. Una de las cosas en las que quería poner mucha atención, que me preocupa e interesa, es que la historia estuviese muy aterrizada en la realidad, en la necesidad, en la emergencia del cuerpo. El cuerpo necesita cosas básicas para vivir, para sobrevivir, que implican una relación violenta con el mundo. Todo cuerpo orina, defeca, todo cuerpo consume, produce un proceso de digestión, todo cuerpo necesita estas cosas básicas para las cuales tenemos que relacionarnos con la naturaleza de cierta manera. Quería mucho que la historia no sólo fuera la glorificación de la intensidad del que se va más allá, sino pasar por el proceso de incomodidad, de aventura y de emoción, pero también de vértigo y de miedo y de, cosa difícil de hacer, de esto que te mancha y te ensucia; estar en un bosque es así. De ninguna manera quería caer en una glorificación fácil del proceso”, dice Cristina en una entrevista realizada en el momento.

La tensión entre la comunidad y lo colectivo aparece en El mal de la taiga.

“Creo que esa es una de las tensiones más importantes del libro; durante años he tenido una pequeña sección en mi blog donde voy recogiendo noticias de personas que se han ido alejando de la “civilización”, a esa sección le puse “Las afueras”.  ¿Te acuerdas de la alemana que se fue al bosque y vivió de raíces y no sé qué y que cuando regresó a la “civilización” y le preguntaron por qué se había ido y dijo que necesitaba tiempo para pensar?. Estuve coleccionando ese tipo de noticias durante mucho tiempo y supongo que de manera inconsciente me estuve preparando para escribir este libro sin saber que iba a escribir este libro. En la novela hay una referencia a El niño salvaje, de Truffaut, hay una insistencia en estos mundos informes y perversos, polimorfos, en todo caso, de la infancia y me detuve mucho cuando el niño salvaje toca la ventana; él está mirando de afuera hacia adentro y pareciera ser que la detective está continuamente viendo desde adentro hacia afuera, pero tenemos esta especie de barrera transparente que nos indica que hay algo del otro lado para unos y para otros, que nos está codificando, nuestra pertenencia y nuestra extrañeza personal y social”, advierte Cristina.

Cristina Rivera Garza
Me llamo cuerpo que no está, la poesía de Cristina, que se ha editado el año pasado. Foto: Cortesía

“Para mí escribir siempre ha sido ese proceso, rara vez inicio un libro sabiendo todo lo que va a ocurrir dentro del libro, de hecho me parece mucho más interesante de escribir libros y la razón por la cual lo sigo haciendo, es que tengo alguna intuición, algún anhelo, un cierto impulso, pero voy con la misma curiosidad al libro con la que espero que vaya el lector, a descubrir algo ahí. Creo que eso se parece mucho a irse lejos, de las cosas que vale la pena escribir son de las que no sabes, las que se te resisten, porque si las supieras qué aburrido, sería como tomar dictado”.

LOS MUERTOS INDÓCILES

¿Qué hace Cristina Rivera Garza con los muertos indóciles?

Como el hidalguense Yuri Herrera, un autor además al que admira, establece lazos con los cadáveres que se multiplican en el México de la violencia contemporáneo y que se niegan a morir, que gritan desde las tumbas, desde las fosas comunes, desde los osarios, dispuestos a embarazarnos el aire de preguntas sin respuestas, de clamores sin atención.

¿Qué retos enfrenta la escritura?, es su eterna pregunta.

“Tratar de confrontarse con el presente siempre es un poco ambicioso”, admite la autora a propósito de la aspiración que tiene Los muertos indóciles, un trabajo que abre muchas puertas y ventanas a la reflexión.

Con ese perfume vallejiano del poema “Masa”, cuando el legendario poeta peruano dice aquello de “Pero el cadáver, ¡ay! Siguió muriendo” y con el título de un poema del salvadoreño Roque Dalton, Rivera Garza se pregunta, como la artista plástica Teresa Margolles que cita en el prólogo, “¿Cuánto es capaz de experimentar un cadáver?”.

“Muchos de los textos que forman parte de Los muertos indóciles fueron concebidos primero para “La mano oblicua”, la columna que mantengo semanalmente en la sección de cultura del periódico mexicano Milenio.

En su paso del periódico al libro, sin embargo, ninguno de esos textos “originales” quedó intacto. Algunos fueron reescritos en partes; otros en su totalidad. Todos encontraron posiciones nuevas en nuevas secuencias de argumentación. Todos son, luego entonces, textos trastocados.

“Aunque la primera tentativa para conformar un libro con esos textos la llevé a cabo en San Diego, muy al inicio de la primera década del nuevo siglo, no fue sino hacia fines de 2012 que pude, gracias a una estancia sabática en la Universidad de Poitiers en Francia, gozar del tiempo y la calma suficientes para reorganizar los escritos y configurar así los argumentos centrales del libro. Una residencia artística en el Centro de las Artes de San Agustín Etla, en Oaxaca, México, me permitió continuar con el proyecto e introducir cambios de última hora, así como revisar el manuscrito completo a inicios de 2013”, cuenta Cristina en el primer capítulo.

Tanto Los cuerpos indóciles como Dolerse: textos desde un país herido se constituyen, acaso sin quererlo, en textos pioneros y al mismo tiempo un precedente de El invencible verano de Liliana, con el que hoy acaba de ganarse el Pulitzer.

“Primero vino la frase famosa de Adorno en el sentido de que no se podía hacer poesía después de Auschwitz. Luego vinieron muchos pensadores a decirnos que no se podía hacer poesía y que por tanto había que hacerla de otra manera. El momento actual es tenso, es grave, tenemos que escribir y utilizar las nuevas herramientas tecnológicas de otra manera, tratando de producir un lenguaje que incida en los mundos que habitamos hoy”, afirmaba.

Cristina Rivera Garza
“Nosotros primero tenemos que hacer un trabajo para la imaginación”. Foto: Cortesía

“Uno escribe a través de obsesiones y enigmas. No hago una diferencia entre las investigaciones. Lo que creo es que para escribir de algo, de lo que uno no sabe, más vale hacer mucho trabajo. No creo para nada es que la imaginación va a llegar a hacer su trabajo, nosotros primero tenemos que hacer un trabajo para la imaginación”, expresó.

LA VOZ DOLIENTE DE LILIANA

Antes de que Cristina Rivera Garza escribiera El invencible verano de Liliana, escribió Autobiografía del Algodón (un libro que expresa una motivación alta: hacer la geografía de México a partir de las cosechas y las siembras), recordamos también que Verde Shangai, La Castañeda y sin duda la novela que la diera a conocer como la gran escritora que es: Nadie me verá llorar. También hizo Había mucha neblina, humo o no sé qué, un homenaje a Juan Rulfo. Sin embargo, cuando escribió El invencible verano de Liliana (Literatura Random House), a pesar de que Cristina Rivera Garza es, como nuestro poeta adorado Xavier Villaurrutia, alguien que no le tiene ningún miedo a la pluma y a lo que ella despierta, en este libro se mostró mucho más vulnerable.

Cristina Rivera Garza
El invencible verano de Liliana, una edición de Literatura Random House. Foto: Cortesía

En El invencible verano de Liliana, la autora trata el tema de la violencia, de los feminicidios, como también lo trata desde el origen de su obra, desde Dolerse. Textos desde un país herido. (México: Sur+, 2011), hasta Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación. Su escudo intelectual esta vez se vio muy blando, muy fuera de foco.

Cristina Rivera Garza
Cristina Rivera Garza recibiendo el Premio Literario José Donoso en Chile. Foto: Cortesía

El 16 de julio de 1990, Liliana Rivera Garza, fue víctima de feminicidio. Era entonces una muchacha de 20 años, estudiante de arquitectura en la UAM-Azcapotzalco. Tenía años ya tratando de terminar su relación con un novio de la preparatoria que insistía en no dejarla ir. Unas cuantas semanas antes de la tragedia, Liliana por fin tomó una decisión definitiva: en lo más profundo del invierno había descubierto que había en ella, como bien lo había dicho Albert Camus, un invencible verano. Lo dejaría atrás. Empezaría una nueva vida. Haría una maestría y después un doctorado; viajaría a Londres. La decisión de él fue que ella no tendría una vida sin él. Esa es la sinopsis de Un invencible verano de Liliana.

Cristina Rivera Garza, la intelectual a tiempo completo, desde la vuelta de la página mostraba algunas lágrimas. Hoy ha ganado el Pulitzer, como antes había ganado el Premio Xavier Villaurrutia por la misma novela. Nosotros, entonces, volvimos a leerla otra vez, desde la punta del círculo, porque nada es más humano que sus textos.

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