Sabemos que, por naturaleza, el hombre tiene una pasión por acumular objetos. Sin lugar a dudas, incontables objetos encontrados entre los restos de las épocas prehistóricas carecían de una utilidad práctica, de una función específica como herramientas de caza o utensilios de uso cotidiano. Eran objetos amados que conformaban verdaderas colecciones. Esos hombres peculiares, que vivieron probablemente en eras preglaciares, anteriores a la existencia de la escritura, no nos dejaron referencia alguna acerca de las razones que los condujeron a reunir esas piezas que en apariencia carecen de una función, pero que sin duda están cargadas de un significado profundo que muestra, sobre todo, el gusto del ser humano por poseer objetos singulares.
La inclinación por coleccionar, parece ser instintiva en el ser humano. La curiosidad lo lleva a reunir cosas que llaman su atención y le despiertan el deseo de poseerlas. Así, desde temprana edad los seres humanos empezamos a atesorar objetos que conforman, poco a poco, nuestro mundo interior.
Cuando el hombre se vuelve un ser social, brota en él una necesidad de distinguirse de los demás; entonces, la posesión de objetos amados, privilegiados, llegará a reflejar –tal vez– su más profunda subjetividad. Así, los objetos se cargan de un significado personal y mediante su acumulación el hombre reconstruye las diversas etapas que dan forma a su mundo íntimo, privado.
Cuando encuentro lo que llamamos basureros entre las ruinas, imagino a extraños recolectores de objetos o de pedazos de objetos que eran diferentes de los demás. Estos recolectores acumulaban esas piezas en cavernas o en escondites que les permitían preservarlos, amarlos, poseerlos y convertirlos en tesoros. Estos objetos podían ser, quizá, huesos de animales muertos muchos siglos antes: evidencias de una vida anterior.
Esta afición por coleccionar constituye un juego pasional que implica diversas etapas, como la búsqueda del objeto y su ordenamiento. En este proceso cada objeto se vuelve único, se convierte en un tesoro que debe ser ocultado y cuya existencia debe ser secreta.
Entre los múltiples supuestos tesoros que son descubiertos casi cotidianamente en todo el orbe –y que fueron escondidos precisamente como tesoros– yo me preguntaría qué cantidad de todos ellos fue reunida y ocultada con el único propósito de resguardar piezas que, por su rareza o antigüedad, eran dignas de ser alejadas de la vista de las mayorías.
Resulta difícil saber a ciencia cierta si las monedas descubiertas en una olla oculta tras la pared fueran ya en su tiempo objetos extraños, heredados de algún ancestro y guardados en un sitio secreto para preservar su seguridad y no solamente una acumulación de capital.
Remontándonos a diferentes momentos de la historia antigua, encontramos diversos ejemplos relacionados con la afición del ser humano por coleccionar. Por ejemplo, uno de los héroes de la mitología griega, Jasón, emprende con enorme pasión el célebre viaje con los argonautas en busca del Vellocino de Oro, que se encuentra en el reino de Cólquida, en Asia Menor, para restituírselo a los griegos.
Con esta misma pasión, Paris se robará a Helena y, en otro contexto, posteriormente, el rapto de las Sabinas responderá también al afán de posesión.
Así, el acto de coleccionar va de la mano con el deseo de poseer, no sólo objetos sino animales, seres humanos e incluso dioses ajenos. En La Odisea, el canto de las sirenas ejercía tal atracción entre los marineros que despertaba su deseo de poseerlas, terminando por convertirse ellos mismos en los poseídos de las sirenas. Ulises logró resistirlo solo amarrándose al mástil de su nave y tapándole los oídos a todos los miembros de su tripulación. El influjo ejercido por esos demonios, que escuchamos como un canto irresistible es, en realidad, deseo de posesión. Y no siempre responde a un conocimiento anterior acerca de la pieza buscada o a una curiosidad intelectual: muchas veces es una obsesión insaciable. Al respecto, Jacques Maritain, en La poesía y el arte, refiere: “Platón no cesa de ensalzar la manía o delirio, ese entusiasmo que anula la reflexión y el pensamiento lógico, considerándolo como don supremo de los dioses mortales”.
En este sentido, podemos recordar que el rey Salomón se casó con la hija del faraón de Egipto (Libro de los reyes 1-14) y con ello logró extender el dominio de Israel desde el Mar Rojo hasta el Éufrates. Durante sus cuarenta y seis años de reinado, Salomón coleccionó joyas y artículos extraños. Pero tantos objetos y joyas lo alejaron de Dios.
Otro suceso que viene a mí en este transcurrir por la historia y los diversos testimonios que ofrece para reflexionar acerca del coleccionismo, tiene lugar en el año 130 después de Cristo, en Tebas, Egipto, frente a las colosales estatuas del Faraón Amenhotep III, poco después de la salida del sol. El emperador Adriano se hace acompañar de su reina, Sabina. Ambos han navegado por el Nilo, río arriba, para atestiguar una verdadera rareza: las estatuas que hablan. Desde el terremoto ocurrido en el año 27 después de Cristo, cuando la representación escultórica del Faraón sufrió una fractura y parte de su cabeza se desprendió, cada amanecer las estatuas emiten un lamento, interpretado como una voz divina o, simplemente, como un misterio de la naturaleza. Como fuese, es un fenómeno digno de ser presenciado.
Adriano, su reina y todo el séquito que los acompaña se acercan a los pies de las monumentales estatuas; éstas son descritas por ellos como obras en piedra cubiertas de inscripciones grabadas irrespetuosamente por los visitantes, la mayoría cinceladas sobre el granito en lengua neo-homérica. Aquí me permito aventurar que estas inscripciones son los tatarabuelos de los grafitis.
En la descripción que nos han dejado quienes acompañaron en su travesía al emperador Adriano y su reina Sabina, se hace particular mención de los vendedores que abordaban, e incluso acosaban, a los visitantes, ofreciéndoles todo tipo de objetos exóticos y presuntas reliquias encontradas ahí y en las cercanías. Curioso es constatar cómo estas escenas se repiten, miles de años después desde en las ruinas de Monte Albán, en Oaxaca, hasta la Muralla China, sin olvidar el hecho reciente de la venta que se realizó de los pedazos del muro de Berlín.
Lo anterior reafirma mi convencimiento de que los visitantes de lugares lejanos o exóticos recolectan “reliquias” para recordar posteriormente ese momento, para volver a vivir su experiencia y sentir de nuevo el ambiente del sitio visitado.
Estas reliquias formarán parte de una colección de objetos que remiten a quien los posee a otros espacios y otros tiempos y que, en cierta forma, reflejan un savoir faire, lo que hoy denominamos como “tener mundo”. Vemos de esta manera que el coleccionismo va de la mano del hombre en sus viajes y a la par del desarrollo comercial y cultural de las sociedades.
Remitiéndonos a la tradición romana, sabemos que Alejandro Magno gustaba de coleccionar piezas enormes y heredó esta costumbre a los romanos. Los inmensos obeliscos que encontramos en Alejandría fueron trasladados ahí para dar realce y majestuosidad a la capital de su imperio. De esta forma, los habitantes de Roma tenían un marco de referencia que les permitía tener presente hasta dónde se extendían sus dominios y, a la vez, invitaban también a los que por ellos quedarían admirados al visitar el sitio. Con esto no sólo promovían el turismo, sino también el deseo de poseer objetos de tierras tan lejanas y exóticas.
Por ejemplo, en el año 212 antes de Cristo, los romanos saquearon la ciudad de Siracusa y templos, depósitos de arte y cámaras de tesoros pasaron a formar parte de las colecciones romanas en edificios públicos. Posteriormente, en el año 146m Corinto sufrió saqueos semejantes. Con las piezas obtenidas de ellos se formaron significativas colecciones.
Así, desde el siglo I después de Cristo, existieron personalidades que poseían colecciones de gran importancia, entre ellos Julio César y Pompeyo Cicerón.
Sus acervos fueron el origen de la colección del Vaticano.