Por Laura Athié
Una vez en casa, cuando éramos niñas, amanecimos con un ratón bebé dentro de nuestro frasco de miel en la cocina. En ese tiempo no existía el Instagram, de lo contrario, habríamos tomado varias fotos para compartirlas. Lo que hicimos entonces fue lo que hace uno con los momentos increíbles de la infancia: guardar la escena en la imagen de nuestra memoria.
Volvimos así, a ese ratón tembloroso color canela y con pestañas de miel, un gran recuerdo. Por lo menos para mí. Desde entonces, los ratones son mis amigos.
Eso mismo sucedió con las hormigas. Un día empezaron a llegar e invadieron nuestra casa como si todo fuera de ellas. Frente a tal asalto, mi madre solía decir: «No las maten, ¡las hormigas son dinero!», y yo creo que tenía razón porque junto con las líneas de puntitos negros con patas que entraban, que caminaban por las orillas de la cocina, que hacían torrecitas alrededor del azúcar y que cargaban las moronitas de las campechanas que comíamos mis hermanas y yo, comenzó a llegar también la prosperidad.
Fue tanta, que los vecinos la cuadra en donde pasamos nuestra infancia dejaron de llamarnos «Las hijas del pollero» y comenzaron a invitarnos a jugar. Ahora ya no cuchicheaban a nuestras espaldas susurrando: “no te juntes con ellas, su papá trabaja en la Lagunilla, sus padres venden pollo en el mercado, asco, huelen a tripas”.
Las madres de mis rubios y extranjeros vecinos con piel color hotcake crudo y mal hecho comenzaron a saludarnos. Las hormigas nos abrieron las puertas de las casas aledañas a la nuestra y aun así, dudamos en entrar porque nos divertíamos más enlodándonos en el lago del parque, raspándonos las rodillas en las banquetas o en las bardas cada que nos íbamos a estrellar con la bicicleta o haciendo excursiones a ningún lado rumbo al cerro que se veía en la ventana de mi habitación y desde dónde podía leerse: «Viva Cristo Rey».
A partir de entonces, me enamoré a las hormigas más que de los perros y de los hombres, y ellas de mi, tanto, que han empezado a entrar al piso que habito desde hace dos años ya, aquí en Puebla.
Yo las vi llegar a la puerta y las dejé pasar. Ellas sabían que somos amigas desde que yo perdí los dientes de leche y hasta que comencé a perder el cabello, por eso, ni siquiera tocaron el timbre.
Luego las observé asomándose una a una como suelen hacerlo: la a, la b, la c y hasta la z, luego la uno, la seis y la 17 todas en fila. Cuando las vi formarse les guiñé un ojo y les dije, “adelante, a renta es de tres quinientos, no me gustan las fiestas ni se aceptan visitas. Bienvenidas”.
Ahora me acompañan en el café del desayuno, en la quesadilla, en el pan. Salen a saludarme en la manzana del lunch, en el té, en la tésis. Me caminan por un brazo, por el pie, por la oreja, aparecen en la almohada cuando me voy a dormir y se suicidan en mi vaso de mezcal. Las he dejado hasta hoy andar por dónde les de la gana como si todas fueran reinas. Ni siquiera quiero tocarlas con el trapo, no se me vayan a sentir.
Han respetado mi mascabado, los chocolates que suele traerme el hombre que amo y hasta el alfajor de dulce de leche que guardo como un premio para cuando termine de escribir, pero ayer, traje un largo frasco de miel.
Esa es la prueba mayor de una amistad que ha durado tantos años.
Ellas lo vieron y seguro que se reunieron durante la noche en algunos de los regimientos que arman en las esquinas huecas de las orillas de madera que cubren las entradas de este hogar poblano. Seguro que diseñaron su operación «Apoderamiento de la Miel de Sabelina» ya. Lo tienen planeado, lo presiento.
Y ellas saben que no voy a detenerlas porque cuando nos hemos topado de frente, sus ojos redondos y los míos saltones del tamaño de un mar en el que caben ellas, brillan.
Nadie se dice nada, ni una palabra, ni un «hic hiiii». Silencio. Dos pasos más. La uno, la siete, la nueve. Tregua.
Yo muevo mi meñique o mi talón y les cedo el paso y ellas pasan de nuevo en su fila: 17, 21, 33… No tocarán mi miel, lo sé. Y ellas saben que ya no soy la niña de la casa de Ancira 36 en el Fraccionamiento Ciudad Brisa, no. Pero saben también que, aun cuando he crecido más centímetros de panza que de altura desde la última vez que nos vimos allá en mi hogar de infancia cuando ni soñaba con usar algún día un copa C, en la imagen de mi memoria están el ratón y la miel y su andar de hormigas de la fortuna.
Y cada vez que nos encontramos guardamos prudencia, hacemos paz porque en nuestras cabezas suena fuerte:
– ¡Alto! ¡No las maten, que las hormigas son dinero!