Por Javier Vieyra Galán
A lo largo de los siglos, es posible identificar a muchos y muy variados personajes que pueden ser encasillados en un mal adjetivo. Traidor, inepto, poco inteligente, ladrón, cobarde, son algunas de las palabras que utilizamos para definir a una personalidad pública, específicamente a algún protagonista histórico, que no sea de nuestro agrado; obviamente, siempre respaldados por una opinión más o menos documentada. En múltiples ocasiones, el peso de las injurias puede levantarse con una investigación objetiva sobre la persona en cuestión, dentro o fuera de la academia, y existe una posibilidad de redención basada en el quehacer histórico. No obstante, hay otros casos en que tal posibilidad se vuelve casi inexistente por lo irrefutable de la vida y los hechos del enjuiciado. Las siguientes líneas tratan de un hombre que muy posiblemente se encuentre en este último rubro: poco se puede decir en su defensa. No obstante, ofrezco en estas páginas una última oportunidad de que, al menos, al conocer su historia, el lector pueda sentir un mínimo de simpatía por él, si no por sus acciones, sí por la increíble fortuna que le rodeó hasta su caída en desgracia.
Y es que referirse a Riccardo Galeazzi-Lisi es hablar de una suerte incomprensible, totalmente enigmática. Resulta ser que este oftalmólogo, nacido en 1891, de aspecto entre bonachón y solemne, nunca se caracterizó por desempeñar de manera notable su profesión; todo lo contrario, siempre fue definido como mediocre o incompetente en su especialidad. Lo interesante es que, a pesar de lo anterior, al paso de los años logró hacerse de importantes amistades e influencias políticas en la Italia de inicios del siglo XX. Tal fue su estrella en este ámbito que, en 1939, por algún motivo desconocido, fue nombrado arquiatra pontificio, es decir, médico personal del Papa. Presumiblemente, el notable cargo lo obtuvo de manera directa del recién ascendido vicario de Cristo, Eugenio Pacelli, quien tomaría el nombre de Pío XII.
Así pues, Galeazzi- Lisi fue responsable de la salud papal los 19 años que duró el pontificado de Pio XII, en el que ocurrieron, entre otras cosas, la Segunda Guerra Mundial. Parece nunca haber importado su pintoresco historial en los bajos mundos de Roma, pues antes de ser asignando al puesto, el médico había estado ya involucrado, aunque aparentemente de manera indirecta, en crímenes como el tráfico de estupefacientes y el asesinato de una actriz, además de cargar varias deudas de juego. No obstante, el desastre público alcanzaría a este personaje en vísperas de la enfermedad y la muerte del Papa, a finales de 1958.
Y es que, aunque se sospecha que Galeazzi- Lisi ya había ventilado varios secretos privados del estadista, el hombre aprovechó al máximo, económicamente hablando, la agonía de Pío XII en Castel Gandolfo, la residencia vaticana de veraneo. En primera instancia, y de manera inaudita, logró realizar una fotografía del mandatario católico en su lecho de muerte, en los últimos momentos de su vida; dicha imagen, fue vendida por el oftalmólogo a los diarios italianos, marcando un macabro parteaguas en los medios de comunicación, pues nunca, ni antes ni después, se había captado, y muchos menos publicado, alguna foto de los pontífices en el tránsito de su muerte. Sin embargo, esto no fue suficiente para nuestro particular galeno, debido a que, posteriormente, intentó vender la primicia del fallecimiento papal a diversos medios, indicándoles que él mismo abriría las ventanas de Castel Gandolfo para indicar el deceso del pontífice. Desafortunadamente para él, en aquellos días un calor inmenso sofocaba el lugar, obligando al servicio a ventilar el espacio a través de las ventanas, lo cual terminó engañando a los periodistas, que erróneamente anunciaron de manera anticipada la partida de Pío XII, dejando en vergüenza al doctor.
A pesar de esta conducta poco honorable, a Galeazzi-Lisi se le confió el embalsamamiento del cadáver de Pio XII, una vez que dejó de existir; el resultado sería catastrófico. Contradiciendo la experiencia y el conocimiento científico alrededor de la tanatopraxia, el sujeto optó por experimentar un método “a la usanza de Cristo” que consistió en untar el cuerpo con aceites aromáticos y envolverlo en capas de plástico. No pudo haber tomado peores decisiones, ya que su procedimiento, aunado a las altas temperaturas, aceleró de manera exagerada la descomposición de cadáver, que ya se encontraba preparado para ser homenajeado y expuesto a la feligresía en la Basílica de San Pedro. Las crónicas de la época dan cuenta de la insoportable pestilencia que emanaba del túmulo funerario, produciendo el desmayo de varios guardias suizos que custodiaban de cerca el cuerpo de Pío XII. Los restos humanos se deterioraron tan rápidamente que incluso fue necesaria la colocación de una máscara de cera sobre el rostro papal, con el fin de que pudieran ser concluidos los funerales.
Después de que el patriarca descansó por fin en paz, Riccardo Galeazzi-Lisi tuvo la gracia de ser despedido con la mayor discreción del Vaticano, pues su historial negativo fue filtrado paulatinamente cuando él se encontraba ya gozando de su retiro profesional, aunque despojado de sus títulos honorarios, pero sin mayor escándalo. Incluso, un tiempo después, se dio a la tarea de ejercer la réplica frente a las descalificaciones que se decían en su contra, ya que logró publicar un libro titulado “A la luz y bajo la sombra de Pío XII”, donde dejó constancia su versión de los hechos. Hoy en día, esta obra es muy difícil de encontrar en el mundo de los libros y es considerada una autentica curiosidad. Como puede verse, el final de este oftalmólogo no es tan malo, considerando la infamia que pesa sobre él y aún cuando su mala imagen está más que justificada. Encontremos, pues, con imaginación y sentido del humor, una pizca de agrado por este personaje que, considero, puede caernos bien sólo por su inexplicable buena suerte, a la que nunca le hizo falta otra cosa.